Para nadie
es una novedad que vivimos en un mundo muy veloz, gobernado por la
competitividad, la sed de triunfo y la ambición. Donde somos quienes somos, o
quienes creemos ser, según nuestro éxito y lo que poseemos. Donde hace ya
bastante tiempo olvidamos el placer de caminar descalzos y sentir la grama bajo
nuestros pies. Donde se subvalora la
inocencia y se sobreestima el conocimiento.
Un mundo
científico, racional y práctico capaz de mofarse con la mayor de las sañas de
un sueño que no encaje dentro de sus parámetros aceptados; dispuesto siempre a
condenar y a execrar lo que no pueda ser
comprobado en un laboratorio; a alabar lo superficial y a ignorar lo mágico; a
dar la espalda a lo natural para abrazar con firmeza lo artificial. Donde la
ciencia sepultó a las parteras y exilió a los chamanes, para endiosar a los
doctores y poder vender sus pastillas. Donde la familia ha sido reemplazada por
artilugios electrónicos y estrictos horarios de escuelas y oficinas.
Miramos el
reloj y damos valor a cada minuto en base a lo que producimos. Ajustamos el
tiempo a nuestra conveniencia y convertimos en trofeo todo lo material. Vivimos rodeados de estrés, mal humor, respuestas hostiles, paranoia,
temor, agresividad, egoísmo, enfermedades, adicciones, y una infinita lista de
condiciones opuestas al amor, que es en sí, nuestra verdadera esencia.
Si te
observas a ti mismo y a quienes te
rodean con el corazón activado y desconectado de la razón; no verás otra cosa
que niños asustados y confundidos, atrapados en cuerpos adultos. Niños que se autodestruyen, se autocensuran,
se autocondenan y se autolimitan, como admitiendo una necesidad de “ser
castigados” para poder ser aceptados por el mundo.
Niños a
quienes no siempre se les permitió ser niños, pero sí se les empujó a crecer, a
madurar y a encarrilarse en la fila. A quienes muchas veces en nombre de la
etiqueta y las buenas costumbres se les castigó o maltrató. A quienes no se les
permitía explorar, romper cosas, desobedecer o cuestionar por ser consideradas
todas estas, conductas antisociales y de mal gusto.
No es nada
raro que en este mundo tan “patriarcalizado” el apego y el amor sean mal vistos
cuando de paternidad hablamos. Los valores que se nos programan apuntan más a
un autoritarismo y a la inexpresión de las emociones humanas.
Se nos
reprime desde muy pequeños y crecemos escuchando cosas como que los hombres no
lloran, que no expresan ternura, que no juegan con muñecas, que no usan ropa
color rosa, que deben ser “machitos”. Y así vamos más bien adaptándonos al
mundo con cierta frialdad o desconexión emocional que nos permite subsistir
“entre otros machos” sin ser golpeados.
Y es por eso que en algunos
casos no logramos totalizar la fusión emocional necesaria en la que debería
sostenerse esa tríada conformada por papá, mamá y bebé. Ya que al no poder
conectarnos con nuestras propias emociones, muy difícilmente podremos
comprender las de nuestra pareja, y por
ende las del fruto de nuestra unión.
Como papás
somos piezas clave en la construcción de un Mundo mejor. Por un lado tenemos
niños que llegan como una esperanza, como una promesa de que las cosas no
tienen por qué seguir siendo como han sido hasta ahora, como una lucecita al
final de un largo, pesado y a veces no muy iluminado túnel llamado vida.
Por otro
lado tenemos Madres que sirven de puente entre éstos y el mundo físico, y que
con su contacto, su ternura y su presencia no solo les dan la bienvenida sino
que les garantizan que su estadía no tiene por qué ser fría y desagradable,
sino por el contrario que la vida puede ser un camino enmarcado por la
confianza, el amor y la entrega total.
Y
sosteniendo el cuadro estamos nosotros, Papá: el bastión, el soporte, la
estructura, los cimientos sobre los que la familia deberá afianzarse. Una
especie de conexión entre lo espiritual y lo material, entre la calidez de
adentro y la frialdad de afuera.
Nuestro
papel debería ser el de mediadores entre el mundo acogedor de la madre puérpera
y el bebé, y el mundo rápido, ruidoso y a veces inhóspito de la calle, el trabajo,
las responsabilidades y toda la avalancha de emociones y reacciones que vienen
implícitas en el día a día.
Es allí
cuando entra en juego la importancia de nuestra salud y estabilidad emocional,
ya que además de sostener deberíamos transformarnos en una verdadera fortaleza,
que soporte toda la carga y ataques del exterior, permitiendo con esto que mamá
y bebé puedan tener la paz que tanto necesitan en este período en el que la
marea está volviendo poco a poco a su nivel. Esa marea de emociones encontradas
de sombras develadas, de encontrarse perdidos, de conocerse y afianzarse
mutuamente… esa marea emocional que desde el embarazo ha soportado todos los
vaivenes hormonales, psicológicos, morales espirituales y hasta biológicos, que
muchas veces por no ser contenidos y guiados por el amor y el apoyo del
entorno, pueden llevar a severas depresiones y hasta a la pérdida de identidad
en la tríada Papá- Mamá-Bebé.
Por eso
siempre he insistido en que la Lactancia materna y el período de puerperio, no
es algo que se lleve entre dos sino entre tres. Por lo que en los casos de
ausencia paterna, siempre deberíamos contar con una figura que permita llenar
este vacío y hacer la misma función de bastión.
Recordemos
que el entorno social y familiar muchas veces se impone e invade el espacio
sagrado en el que mamá y bebé deberían integrarse en perfecta armonía y
tranquilidad. Siendo a veces hasta cruel en su intromisión, aunque la mayoría
de las veces lo haga de forma inconsciente.
Por lo que
es Papá quien debería en su propio autodescubrimiento y sanación, abandonar su
papel infantil de hijo, nieto, sobrino o lo que sea que le limite o paralice, y
asumir su rol de defensor apoyando, defendiendo y sosteniendo con firmeza esa
paz en la que debe afianzarse el núcleo de lo que será de ahora en adelante su
pequeña tribu de amor.
Por Elvis Canino