¿Recuerdas la primera vez que te viste reflejado en una pequeñita e indefensa criatura nacida de tu amor? ¿Y cuando te miró a los ojos por primera vez? ¿O aquel momento en que apretó tu dedo como diciendo “Hola, aquí estoy… protégeme”?
Para muchos (incluyéndome) el concepto de lo mágico comenzó a tener o mejor dicho, a recobrar sentido desde que experimentamos esa sensación de vernos reflejados en ese pequeño espejo de carne y hueso que el universo materializa a través de nosotros: nuestros hijos.
A partir del primer contacto, del primer abrazo, del primer intercambio de miradas todo comienza a verse desde una perspectiva diferente, como si cambiáramos el cristal a través del cual enfocamos el mundo. Despertando, renaciendo, recalibrando el contador a cero… dejando el pasado donde debe estar… atrás.
Recuerdo que algunos amigos trataron de describirme esa sensación, pero hay cosas que no se comprenden hasta que se experimentan en carne propia.
Cuando tuve a mi hija en mis brazos por primera vez, experimenté una especie de reencuentro con lo que podría describir como mi verdadero Yo; ese “Yo” o ese “alguien” que no conoce máscaras, que es auténtico y transparente, y al que no veía desde hace muchísimo tiempo, cuando era apenas un pequeño que conservaba intacta la inocencia y la pureza que un día el mundo adulto me fue arrebatando con sus institucionalización y sus etiquetas que lo clasifican y explican todo.
Percibí de nuevo ese olor a magia. Olor que no disfrutaba desde que me había transformado en una persona responsable y “cuerda”, o al menos eso creo.
Y cuando hablo de magia no me refiero a ilusionismo barato, sino a la Magia Real. Aquella que sostiene el universo en una constante sinfonía; la que percibes cuando miras el cielo y pasa una estrella fugaz como persiguiendo algo; la que sana a quienes no pierden la fe; la que puede hacerte sonreír en medio de una tormenta infernal; esa que puede devolverte las ganas de vivir cuando todo apunta a lo contrario.
Puede que ahora que eres un adulto serio y de pensamiento lógico, te niegues a aceptarla y prefieras optar por un mundo de coherencia y de estadísticas científicas, de esas que todo lo comprueban; pero estoy seguro que en tu infancia ni por un momento dudaste de su existencia.
El mundo infantil es natural y espontáneamente mágico, los niños viven rodeados por la magia todo el tiempo. Desde que despiertan y son invitados por el sol a sentir, explorar y saborear los colores de su mundo. Ellos experimentan un eterno momento presente, en el que se maravillan por todo.
Mi hija me lo recuerda constantemente, me relata historias sin lobos feroces; donde las mariposas, los conejos, los ogros y las princesas conviven en armonía, queriéndose unos a otros sin etiquetarse y sin conocer la mezquindad.
Exploramos juntos nuestro jardín hablando acerca de esos mundos indescriptiblemente mágicos que se esconden bajo tierra, y a los que se llega a través de esas cuevitas construidas por las hormigas, que solo la sabiduría y paciencia de un niño es capaz de contemplar durante horas y horas, en medio del éxtasis y en un estado indudablemente meditativo.
La paternidad para mí ha sido una gran oportunidad para reconectarme con ese camino que había olvidado. Creo que se me ha dado una especie de segundo chance para vivir y saborear el aquí y el ahora como nunca antes. Ese eterno ahora en el que vive mi hija, y al que me invita cada vez que jugamos, cada vez que cantamos, cada vez que bailamos, cada vez que reímos.
Entonces ¿por qué no aprovechar esta magia para sanar aquello que bloquea y obstaculiza mi felicidad? ¿Por qué no sonreír de nuevo cada vez que me miro al espejo? ¿Por qué no concentrarme en disfrutar al máximo cada momento mágico en ese jardín que llamo Vida?
Por Elvis Canino
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