Me gusta la gente que comete errores, que no
se avergüenza de su imperfección y tiene el valor de aceptar que equivocarse es
natural… y sano.
Cuando me rodeo de personas así, me siento
seguro, tranquilo y confiado. No veo máscaras, sino almas. Ellas y ellos son,
para mí, grandes maestros... y por supuesto, grata compañía.
Así mismo (Y espero que esto no se interprete
como un juicio), hay personas que valoran demasiado la apariencia; que sonríen
con la boca, mas no con el corazón; que te piden credenciales, por aquello de
que los títulos te hacen "alguien"; y, por supuesto, que por encima
de todas las cosas tienen siempre la razón, muchas veces a costa de no escuchar
o aceptar jamás nada que atente contra sus juicios y valores.
Este tipo de personas, por mucho que me empeñe
en lo contrario, me activa alarmas. Estar con ellas me hace sentir incómodo y
paranoico. Y a veces siento que me quitan tanta energía, que prefiero optar por
el viejo lema de “mejor solo, que mal acompañado”.
La autenticidad es un don preciado que a la
mayoría de nosotros se no arrebató en la infancia. Cuando se nos enseñó a
aparentar en nombre de la aprobación, la etiqueta social y el tener que caerle
bien a los demás. Un don que cada niño que encuentro me muestra y me recuerda,
sin necesidad de esforzarse.
Las máscaras que el mundo adulto nos obligó a
mostrar cuando tenemos que agradar a los demás pesan bastante. Jamás son una carga
grata. Muchas veces nos hacen fruncir el ceño, o sonreír de forma extraña, como
si posáramos para una revista.
Me encantan los niños porque no aparentan
nada, no les interesa agradar a nadie y por supuesto, son incapaces de engañar
con intenciones egoístas y mezquinas.
Cuando mienten (cosa que aprenden de nosotros)
lo hacen por simple supervivencia. Dependen de nuestra protección, son
vulnerables y están indefensos ante el maltrato, el castigo y el chantaje ¿No
haríamos lo mismo en su lugar?
También estoy consciente de que no todos los
adultos que aparentan algo lo hacen por maldad o con intenciones turbias. La
mayoría simplemente olvidó quien ES en realidad.
Eso es todo: una cuestión de memoria.
Si nos permitiéramos recordar y reconectarnos,
aunque sea de vez en cuando, con nuestra verdadera esencia.
Si reconociéramos, aceptáramos e integráramos
nuestras propias sombras. Así, con sencillez y sin los prejuicios y etiquetas
que han sembrado en nuestra mente (Y en nuestra alma), muchas veces desde que
eramos apenas unos bebés.
Si nos aceptáramos, reconociéramos y
valoráramos tal y como somos, con defectos y virtudes.
Si dejara de importarnos tanto lo que piensan
(...o creemos que piensan) los demás.
Si recuperáramos la libertad que, de niños,
nos permitía explorar el mundo sin miramientos y sin tanta planificación.
Si recobráramos la humildad y la sencillez que
se requieren para aceptar nuestras fallas y pedir perdón, cuantas veces sea
necesario.
Si, al igual que los niños, dejáramos de
instalarnos en lo que nos hicieron, para justificar el odio, la ira y los
deseos de venganza.
Que distinto sería el mundo si la risa
reemplazara a la sonrisa.
Que agradable sería la vida, si ya nada fuera
tan importante como para ponerlo por encima del amor y el respeto hacia
nosotros mismos…
Por Elvis Canino
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