miércoles, 25 de junio de 2014

Papá, un bastión emocional


Para nadie es una novedad que vivimos en un mundo muy veloz, gobernado por la competitividad, la sed de triunfo y la ambición. Donde somos quienes somos, o quienes creemos ser, según nuestro éxito y lo que poseemos. Donde hace ya bastante tiempo olvidamos el placer de caminar descalzos y sentir la grama bajo nuestros pies. Donde se subvalora  la inocencia y se sobreestima el conocimiento. 
Un mundo científico, racional y práctico capaz de mofarse con la mayor de las sañas de un sueño que no encaje dentro de sus parámetros aceptados; dispuesto siempre a condenar y a execrar  lo que no pueda ser comprobado en un laboratorio; a alabar lo superficial y a ignorar lo mágico; a dar la espalda a lo natural para abrazar con firmeza lo artificial. Donde la ciencia sepultó a las parteras y exilió a los chamanes, para endiosar a los doctores y poder vender sus pastillas. Donde la familia ha sido reemplazada por artilugios electrónicos y estrictos horarios de escuelas y oficinas.
Miramos el reloj y damos valor a cada minuto en base a lo que producimos. Ajustamos el tiempo a nuestra conveniencia y convertimos en trofeo todo lo material.  Vivimos rodeados de estrés,  mal humor, respuestas hostiles, paranoia, temor, agresividad, egoísmo, enfermedades, adicciones, y una infinita lista de condiciones opuestas al amor, que es en sí, nuestra verdadera esencia.
Si te observas  a ti mismo y a quienes te rodean con el corazón activado y desconectado de la razón; no verás otra cosa que niños asustados y confundidos, atrapados en cuerpos adultos.  Niños que se autodestruyen, se autocensuran, se autocondenan y se autolimitan, como admitiendo una necesidad de “ser castigados” para poder ser aceptados por el mundo.
Niños a quienes no siempre se les permitió ser niños, pero sí se les empujó a crecer, a madurar y a encarrilarse en la fila. A quienes muchas veces en nombre de la etiqueta y las buenas costumbres se les castigó o maltrató. A quienes no se les permitía explorar, romper cosas, desobedecer o cuestionar por ser consideradas todas estas, conductas antisociales y de mal gusto.
No es nada raro que en este mundo tan “patriarcalizado” el apego y el amor sean mal vistos cuando de paternidad hablamos. Los valores que se nos programan apuntan más a un autoritarismo y a la inexpresión de las emociones humanas.
Se nos reprime desde muy pequeños y crecemos escuchando cosas como que los hombres no lloran, que no expresan ternura, que no juegan con muñecas, que no usan ropa color rosa, que deben ser “machitos”. Y así vamos más bien adaptándonos al mundo con cierta frialdad o desconexión emocional que nos permite subsistir “entre otros machos” sin ser golpeados.
Y es por eso que en algunos casos no logramos totalizar la fusión emocional necesaria en la que debería sostenerse esa tríada conformada por papá, mamá y bebé. Ya que al no poder conectarnos con nuestras propias emociones, muy difícilmente podremos comprender  las de nuestra pareja, y por ende las del fruto de nuestra unión.
Como papás somos piezas clave en la construcción de un Mundo mejor. Por un lado tenemos niños que llegan como una esperanza, como una promesa de que las cosas no tienen por qué seguir siendo como han sido hasta ahora, como una lucecita al final de un largo, pesado y a veces no muy iluminado túnel llamado vida.
Por otro lado tenemos Madres que sirven de puente entre éstos y el mundo físico, y que con su contacto, su ternura y su presencia no solo les dan la bienvenida sino que les garantizan que su estadía no tiene por qué ser fría y desagradable, sino por el contrario que la vida puede ser un camino enmarcado por la confianza, el amor y la entrega total.
Y sosteniendo el cuadro estamos nosotros, Papá: el bastión, el soporte, la estructura, los cimientos sobre los que la familia deberá afianzarse. Una especie de conexión entre lo espiritual y lo material, entre la calidez de adentro y la frialdad de afuera.
Nuestro papel debería ser el de mediadores entre el mundo acogedor de la madre puérpera y el bebé, y el mundo rápido, ruidoso y a veces inhóspito de la calle, el trabajo, las responsabilidades y toda la avalancha de emociones y reacciones que vienen implícitas en el día a día.
Es allí cuando entra en juego la importancia de nuestra salud y estabilidad emocional, ya que además de sostener deberíamos transformarnos en una verdadera fortaleza, que soporte toda la carga y ataques del exterior, permitiendo con esto que mamá y bebé puedan tener la paz que tanto necesitan en este período en el que la marea está volviendo poco a poco a su nivel. Esa marea de emociones encontradas de sombras develadas, de encontrarse perdidos, de conocerse y afianzarse mutuamente… esa marea emocional que desde el embarazo ha soportado todos los vaivenes hormonales, psicológicos, morales espirituales y hasta biológicos, que muchas veces por no ser contenidos y guiados por el amor y el apoyo del entorno, pueden llevar a severas depresiones y hasta a la pérdida de identidad en la tríada Papá- Mamá-Bebé.
Por eso siempre he insistido en que la Lactancia materna y el período de puerperio, no es algo que se lleve entre dos sino entre tres. Por lo que en los casos de ausencia paterna, siempre deberíamos contar con una figura que permita llenar este vacío y hacer la misma función de bastión.
Recordemos que el entorno social y familiar muchas veces se impone e invade el espacio sagrado en el que mamá y bebé deberían integrarse en perfecta armonía y tranquilidad. Siendo a veces hasta cruel en su intromisión, aunque la mayoría de las veces lo haga de forma inconsciente.

Por lo que es Papá quien debería en su propio autodescubrimiento y sanación, abandonar su papel infantil de hijo, nieto, sobrino o lo que sea que le limite o paralice, y asumir su rol de defensor apoyando, defendiendo y sosteniendo con firmeza esa paz en la que debe afianzarse el núcleo de lo que será de ahora en adelante su pequeña tribu de amor.
Por Elvis Canino

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